Como la protagonista de aquella película francesa fumando en
la ventana, dejando que la vida se escape entre el humo. Como un bolero que
habla del quizás, quizás, y de los vestidos que nunca te pones y bailan dentro
del armario. Brillabas, era cierto, últimamente algo te llenaba los ojos de
vida, y eras tú misma. Eras tú de nuevo. Tomabas infusiones cada noche y
dejabas que la tristeza se fuera lejos, bien lejos, y planeabas atracar
corazones y robar librerías, dejar notas en los libros de la biblioteca que
dijeran, “Hola, eres el hombre de mi vida” con un “búscame entre la música de
algún lugar lejos de aquí”. Y que la casualidad hiciera de las suyas. El café
ya no era amargo. Llevaba lloviendo dos semanas y salías con una sonrisa que
provocaba un arco iris. Con el sombrero lleno de pájaros y bailabas con la
música en las estaciones de tren. No era cosa del amor, y tampoco de los trenes
que te llevaban lejos en los días grises, ni de los libros que descansaban en
la mesita de noche. Puede que tuviera algo que ver la ciudad del viento, la
calma, el mar y las mareas. Y tú que estabas llena de sol y de sal. Estabas
llena de vida.
Tenías el atardecer más grande del mundo atrapado dentro de
ti. Y es cierto que la ciudad a veces se hace pequeña, pero tú eras tan grande
que eras capaz de volar por encima de ella, de farola a semáforo, y a veces se
hace grande, y te pierdes con tu bici en sus callejones.
La misma protagonista de aquella película francesa, esta vez
quitándose el sombrero para volvérselo a quitar, y tiene una sonrisa grande,
muy grande. Y el viento mueve las flores de la ventana. Y la estantería está
llena de libros. Y ella sonríe, y el tiempo se detiene. Y un hombre la mira
desde la otra punta de la habitación, diciéndole entre susurros: “Eres tan
bonita…”
Y ella se coloca el sobrero, y las flores no paran de
moverse, y él está loco por ella. Y ya nada importa, nada.