Lo que no sabía hasta ese 7 de febrero
era que la nieve me daba suerte. Que bailar bajo la nieve era mejor aún que
bailar bajo la lluvia. Intentar atrapar los copos, mientras el viento te acaricia
la cara y parece que el tiempo se para, que el mundo se rinde ante tus pies de
bailarina soñadora. Y la nieve va cubriendo los abrigos, las sonrisas,
dibujando formas sobre los paraguas. La gente parece feliz tras la bufanda, el
gorro y los guantes. Entonces recordamos que estamos más vivos que nunca sin
quererlo, y por eso, nosotros, como refugio antes ese frío no hacíamos otra cosa
que mordernos, rasgarnos, gustarnos…nos
tentábamos sabiendo que íbamos a rompernos, (a rompernos la ropa, claro). Pero
eso era lo de menos, estaba nevando, y estábamos juntos. A oscuras, desnudos,
conociéndonos a tientas (una vez más). Cómo si nunca hubiéramos estado tan
cerca, como si no hubiera un mañana y la nieve lo hubiera cambiado todo. Y seguíamos
allí, en aquella casa de piedra en lo alto de la montaña, rodeada de nieve, de
frío y de vida. Contándonos historias que solo entendían los tejados y las antenas
de aquel lugar...
Hoy sin embargo, estoy aquí, tirada en
la cama escribiendo y sonriendo pensando en aquel soñado 7 de febrero, aquella
mañana del dos de enero.
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