Nadie.

No. No lo sabéis, ni lo sabe nadie. No sabéis cuanta pasión generan ciertas cosas, no sabéis como pienso, no sabéis como actuaría ante cierta situación, ni cual será mi siguiente paso. No sabéis hasta que punto soy capaz, capaz de lo que sea, eso no importa: capaz; ni cuanto cabe en mí, ni cuanto reboso, cuando me colmo o cuando me vacío. No lo sabéis. No sabéis a cuanta impotencia puedo llegar a dar cobijo, ni sabéis en que punto exacto pierdo el control y me dejo dominar por un impulso, una corazonada. No sabéis cuantas veces al mes calibro mis ánimos. Ni cuanto me gusta ser absurda, ni sabéis si lo soy. No sabéis que porcentaje de risas desearía poder descomponer en lágrimas, ni sabéis si sería posible que eso ocurriera. No sabéis si no os dejo saberlo por pasotismo, vergüenza, desconfianza o prudencia. Pero es que si os lo contara, ya sabríais más que yo.

domingo, 14 de abril de 2013

Volvemos a hablar del frío.





Mi mirada triste solo dice una cosa: que quiero romper todos los putos relojes, todas las distancias infinitas y colgarme de tu risa. Desabrocharte la camisa y dibujar en tu cuerpo el mapamundi de mi vida. Quizás llevarte a una esquina y besarte hasta dejarte sin aliento. Que lo único que quiero es intensidad, que el corazón me vaya a mil por hora y no perderlo en el intento. Que te rías de las locuras de esta chica risueña que cada día está más loca. Que sería capaz de llevarte al cielo  sólo si te quedas un rato más conmigo, si luchas contra tiempo y tristeza. Que quiero buscar nuestro beso de medianoche, ese que todavía me debes. Soñarnos cerca con la luz apagada. Ser dos aventureros en la ciudad del viento y descubrir playas desiertas. Reivindicar que seremos eternos aunque nos separe la vida. Ponerme tu camisa tras una noche de guerra y que me la vuelvas a arrancar a la mañana siguiente. Y es que, tú eres de esos que te abrazan sin esperar nada a cambio, y todavía estamos a tiempo. El cielo del techo se viste de colores, y nos dice que tenemos que hacerlo. Tenemos que hacerlo ahora.

 
 
"Me gustaría ser más inteligente o más certero, escribirte cartas maravillosas. Debo resignarme a conjugar el verbo amar, a repetir por milésima vez que nunca quise a nadie como te quiero a ti, que te admiro, que te respeto, que me gustas, que me diviertes, que me emocionas, que te adoro. Que el mundo sin ti, que ahora me toca, me deprime y que sería muy desdichado de no encontrarnos en el futuro."
Adolfo Bioy Casares - Carta a Elena Garro


martes, 2 de abril de 2013

El destino tenía razón, tenías el atardecer más grande del mundo.

 
 

Como la protagonista de aquella película francesa fumando en la ventana, dejando que la vida se escape entre el humo. Como un bolero que habla del quizás, quizás, y de los vestidos que nunca te pones y bailan dentro del armario. Brillabas, era cierto, últimamente algo te llenaba los ojos de vida, y eras tú misma. Eras tú de nuevo. Tomabas infusiones cada noche y dejabas que la tristeza se fuera lejos, bien lejos, y planeabas atracar corazones y robar librerías, dejar notas en los libros de la biblioteca que dijeran, “Hola, eres el hombre de mi vida” con un “búscame entre la música de algún lugar lejos de aquí”. Y que la casualidad hiciera de las suyas. El café ya no era amargo. Llevaba lloviendo dos semanas y salías con una sonrisa que provocaba un arco iris. Con el sombrero lleno de pájaros y bailabas con la música en las estaciones de tren. No era cosa del amor, y tampoco de los trenes que te llevaban lejos en los días grises, ni de los libros que descansaban en la mesita de noche. Puede que tuviera algo que ver la ciudad del viento, la calma, el mar y las mareas. Y tú que estabas llena de sol y de sal. Estabas llena de vida.

Tenías el atardecer más grande del mundo atrapado dentro de ti. Y es cierto que la ciudad a veces se hace pequeña, pero tú eras tan grande que eras capaz de volar por encima de ella, de farola a semáforo, y a veces se hace grande, y te pierdes con tu bici en sus callejones.

La misma protagonista de aquella película francesa, esta vez quitándose el sombrero para volvérselo a quitar, y tiene una sonrisa grande, muy grande. Y el viento mueve las flores de la ventana. Y la estantería está llena de libros. Y ella sonríe, y el tiempo se detiene. Y un hombre la mira desde la otra punta de la habitación, diciéndole entre susurros: “Eres tan bonita…”

Y ella se coloca el sobrero, y las flores no paran de moverse, y él está loco por ella. Y ya nada importa, nada.