Habíamos escapado sin mirar atrás, recorriendo carreteras interminables
en un bonito descapotable. Comiendo en pueblos perdidos cercanos a alguna
carretera, con mi vestido azul cielo y tú, con tu camisa blanca, llenos de
vida. Yo te decía frases dramáticas cada vez que parábamos a repostar y tú me
besabas como si no me fueses a ver nunca más.
Paseábamos por la playa con las maletas en la mano, tumbándonos a dormir
en la arena, con un sol que no perdona. Nos queríamos por las noches, y hacíamos
el amor por las mañanas. Después del “Buenos días, preciosa” tocaba buscar un
buen sitio para desayunar. Nos perdíamos en el café, y no necesitábamos
decirnos nada, con mirarnos sabíamos hacía donde iba a continuar nuestro viaje.
Éramos el destino del otro.
Y la vida eran esos instantes, los semáforos que nos hacían pararnos a
respirar. Los desayunos inesperados y las cenas en medio de la nada, simulando
escapar del tiempo. Escapando de los relojes. Y tú contándome aquella película
de “La vida es bella” mientras yo me quedaba dormida escuchándote, sintiéndome
segura contigo. Tranquila.
Y así pasaban los días, nosotros
como protagonistas de una película que nunca se rodaría. En un viaje hacía “ninguna
parte”, sin duda, el mejor lugar del mundo.